Ha vuelto la veneración de los falsos ídolos que son servidores del pasado en copa nueva.
No pensé que a mí, ni a mis hijas, nos tocaría ser testigos del retorno del mal absoluto.
He estudiado el siglo XX, la Segunda Guerra Mundial, la Shoá… En determinado momento me pregunté por qué seguía leyendo. ¿Por la necesidad de saber a fondo lo que el hombre es capaz de hacer con el hombre? ¿O por morbo? Me acompañó ese cuestionamiento hasta que leí el testimonio de David Rousset, de la resistencia francesa durante la II Guerra Mundial, recogido por Hannah Arendt en Orígenes del Totalitarismo. “Los hombres normales no saben que todo es posible”.
Pensé que ya no me tocaría presenciar ese infierno: el de los hombres que son capaces de cualquier cosa con los hombres. Pensé que sólo enseñaría en las cátedras sobre la aniquilación de 6 millones de seres humanos por el solo hecho de que profesaban la fe judía. Pensé que sólo allí haría una aclaración imposible: de esos 6 millones, 1,5 millones eran niños. Pensé que no me tocaría a mí ver niños degollados por criminales prehumanos. Mucho menos que serían decenas de bebés.
Pensé que no volvería a ver Estados que apoyasen y celebrasen y felicitasen la matanza de miles de seres humanos por el solo hecho de pertenecer a un pueblo, como lo ha hecho la República Islámica de Irán a través de sus máximas autoridades al día siguiente de la masacre del 7 de octubre.
Ni siquiera imaginé que, como argentino, este país firmaría en 2013 un pacto secreto con ese Irán. Y que el justificativo sería que eso ayudaría a esclarecer los crímenes masivos que, según la Justicia argentina, tiene a funcionarios iraníes actuales como sus presuntos autores intelectuales. ¿Cómo podría imaginar, siquiera, que el Congreso avalaría ello? ¿Cómo podría suponer que diputados y senadores tucumanos levantarían las manos para avalar este ultraje contra nuestros muertos?
No creí que retrocediéramos hasta detrás de la Modernidad, que consagra el derecho de una nación a tener un Estado. Las revoluciones de 1820, 1830 y 1848 se alimentan de esa conciencia. El derecho de un pueblo a ser gobernado por los de su pueblo y contar con un territorio donde desarrollarse.
Nada de ello fue imaginable durante la Edad Media. Pero nos fuimos más atrás que el Medioevo.
Los ídolos falsos que sirven el pasado en copa nueva nos hicieron retroceder hasta los tiempos en que los pueblos debían luchar por su supervivencia.
• Hacia el Siglo V después de Cristo, cuando Atila el Huno desplegaba aún las guerras de aniquilación y por eso donde él pisaba no volvía a crecer la hierba.
• O más atrás, hasta el Siglo II antes de Cristo, cuando Escipión Emiliano vence en la Segunda Guerra Púnica y después de tomar Cartago le siembra la sal.
• O hacia los tiempos inmemoriales de Abimelec, hijo de Gedeón, quien tras luchar contra los habitantes de Siquem tomó el poblado, mató a su gente, asoló la ciudad y la sembró de sal.
La mentira
Pensé que en la era digital, donde la información abunda hasta saturarnos, ya no vería regresar a los falsos ídolos de la mentira. A aquellos que hicieron un culto de la prédica macabra del III Reich, respecto de que había que mentir a mansalva porque algo de eso, finalmente, quedaría.
Sin embargo, me ha tocado ver a una candidata confundir impunemente al grupo terrorista “Hamas” con el pueblo palestino. Y he leído a la Vicepresidenta de la Nación, Cristina Kirchner, jamás condenar la masacre contra el pueblo de Israel, jamás mencionar la palabra “terrorismo”, ni jamás mencionar al grupo pro iraní “Hamas”. Por el contrario, la leí cuestionar “el uso de la violencia en las relaciones entre naciones” como si la barbarie terrorista fuera un asunto de Estado entre la Autoridad Nacional Palestina e Israel.
Siento la razón occidental en peligro cuando veo que Mahmud Abbas es capaz de condenar el horror de “Hamas” como no pudieron hacerlo muchas autoridades de la democracia de este país.
Me siento, por momentos, como si viviera dentro de la película “El día de la marmota”, donde el presente se repite invariablemente y donde hay que explicarlo todo, todos los días, una y otra vez, como si todo fuese a ser irremediablemente olvidado mañana. ¿Soy yo la marmota?
Otra vez, y por “N” vez, en 1948 dos Estados nacieron en la Organización de las Naciones Unidas. Un Estado judío y un Estado árabe. La intransigencia y el fanatismo de los países árabes por su odio contra Israel impidió el nacimiento de este último.
Israel aceptó la resolución de la ONU y enfrentó siete guerras y sangrientas intifadas. Hubo acuerdos de paz con Egipto y Jordania, últimamente los “Acuerdos de Abraham” con Emiratos, con Bahrein, con Marruecos. Y se perfilaba la paz con Arabia Saudita. Ahí aparece el terrorismo para aniquilarla. Por eso el atentado del 7 de octubre no es sólo contra Israel y su pueblo. Es, también, contra la paz.
El negacionismo
Asumí que ya no vería regresar a los falsos ídolos del negacionismo. Yo nací el 6 de octubre de 1974, exactamente un año después de la Guerra de Yom Kippur. Un año y medio antes de la última dictadura militar argentina. No tengo recuerdos de ella. Pero sí tengo memoria de una de las figuras más importantes y sutiles del posterior negacionismo argentino. El “pero”. El “pero algo habrá hecho”, tan infame entre nosotros, debería haber sido desterrado. Sin embargo, vuelve.
Vuelve en la campaña electoral de los que, a falta de un falso ídolo, vuelven a reivindicar la ominosa doctrina de “los dos demonios”. Y vuelve ahora, arteramente, tras la masacre terrorista.
No hay “peros” de los negacionistas contra los masacradores, los violadores y los degolladores de bebés. Sin embargo, abundan los “pero” contra Israel. Uno más mendaz que el otro.
“Ah, pero la ocupación de la Franja de Gaza”, dicen con impunidad los que tienen alergia de la historia. Gaza nunca fue territorio Palestino, sino de Egipto, hasta la Guerra de los Seis Días, en 1967. Egipto, por cierto, no reclama esa franja. Ni entonces ni ahora. Hablar de “ocupación” es ponerse al servicio de los grupos terroristas. A ellos es a quienes se les achica el espacio geográfico.
“Ah, pero la reacción desproporcionada” es otra infamia. Después de la barbarie del 7 de octubre Israel no sólo tiene el derecho de defenderse. Tiene, sobre todo, el deber de hacerlo. Y el deber de nuestra civilización occidental es acompañar ese derecho.
El maniqueísmo
Después de ver fracasar por igual los extremos de tantas bipolaridades, pensé que me tocaría ver superados a los falsos ídolos del pensamiento maniqueo.
Me equivoqué, pero no sólo en el diagnóstico, sino en sus protagonistas. Jamás creí que presenciaría a un sector de la izquierda argentina embrutecido hasta el punto de responsabilizar a Israel por la matanza de miles de integrantes de su propio pueblo a manos de los terroristas de “Hamas”.
A la prédica de amplios sectores de la izquierda argentina sobre los derechos humanos adeudamos mucho de haber juzgado y condenado a los responsables del genocidio argentino. Y haber terminado con las leyes de la impunidad. ¿Y todo para qué? ¿Para claudicar frente al horror perpetrado contra el pueblo de Israel? ¿Para arriar las banderas y entregárselas al terrorismo? ¿Cuál es el razonamiento? ¿Que Israel es un enclave del imperialismo? ¿No les llegó un libro de historia con la Independencia de Israel a fuerza de atentar contra las autoridades del imperio británico? ¿No les llegó, siquiera, un almanaque posterior a la caída del Muro de Berlín?
Si son derechos humanos para los argentinos, pero no para el pueblo de Israel, el antisemitismo los desborda. ¿No eran bebés los degollados, sino “bebés judíos”, entonces no hay clamor por ellos? ¿No eran ancianos los torturados y ejecutados sino “ancianos judíos”, entonces hay doble estándar? ¿No eran mujeres las mancilladas y masacradas, sino “mujeres judías”, entonces para ellas no hay reclamo de memoria, verdad y justicia? Si para el pueblo de Israel no hay derechos humanos, es porque consideran que los que profesan la fe judía no son humanos. Y entonces, como advertía Levy-Strauss acerca de que los verdaderos salvajes eran los que llamaban “salvajes” a otros, resulta que no hay humanidad en quienes niegan esa condición a los que profesan un credo diferente.
En contraste, lo escucho al Papa Francisco exigir la inmediata liberación de los rehenes tomados por “Hamas”. Y lo escucho sentenciar: Israel ha sido atacado y tiene derecho a defenderse.
Si un sector de la izquierda argentina justifica lo abominable, y en paralelo hay que ir a una iglesia a escuchar verdades, entiéndame cuando les digo que la razón occidental está en peligro.
Los falsos dilemas
Coincido con el filósofo británico Isaiah Berlin que el siglo XX merece ser recordado como el más terrible de la historia occidental. Pensé que después de semejante centuria seríamos capaces de mirar la verdad a los ojos. Sin embargo, han vuelto los falsos ídolos que pregonan los falsos dilemas.
Sigo leyendo razonamiento de película pochoclera, del estilo de preguntar si “el enemigo de mi enemigo es mi amigo o mi enemigo”. Así, Occidente rehúye a un dilema ahora impostergable, que leí en un libro compilado por Daniel Dessein con un título premonitorio: “Siete escenarios para el siglo XXI”. O todos los seres humanos somos iguales o todas las culturas son moralmente equivalentes. Hemos esquivado demasiado esta cuestión. Y hasta hay quienes consideran válidas ambas opciones.
Sin embargo, si todas las culturas son moralmente equivalentes, entonces no todos somos iguales.
No son iguales en derechos y garantías básicas las mujeres occidentales con respecto a las mujeres que viven bajo el imperio de la sharia en Afganistán, por ejemplo.
1. No es decente que las mujeres vaguen por las calles. Deben permanecer en sus casas.
2. Si salen, deben ir acompañadas de un mahram, un pariente masculino.
3. Si las descubren solas en la calle, serán azotadas y enviadas a casa.
4. Nunca mostrarán el rostro. Irán cubiertas con el burka cuando salgan. O serán azotadas.
5 Se prohíben los cosméticos, las joyas y la ropa seductora.
6.No hablarán a menos que les dirijan la palabra, ni mirarán a los hombres a los ojos.
7. No reirán en público. Si lo hacen, serán azotadas.
8. No se pintarán las uñas. Si lo hacen, se les cortará un dedo.
9. Se prohíbe a las niñas asistir a la escuela.
Si resulta que esto es intolerable y que de ninguna manera podemos aceptar que las mujeres del mundo no sean todas iguales, ni que todas las niñas del mundo merezcan los mismos derechos y las mismas garantías, entonces queda claro que no todas las culturas son moralmente equivalentes.
Ni hablar de las mujeres, los niños y las personas que viven bajo la égida del terrorismo.
El terrorismo no tiene ese dilema. Para el terrorismo nuestra cultura no es moralmente equivalente a la suya: ni siquiera merece existir. Para ellos tampoco los seres humanos somos todos iguales. A nosotros pueden matarnos como ni siquiera matarían el ganado.
Entonces, el odio contra Israel no es sólo ancestral, sino actual. Lo odian porque Israel representa Occidente. Porque representa los derechos que no sólo son ya derechos humanos, sino que son derechos de la civilización. Lo único que se encuentra hoy en medio entre el terrorismo y Occidente es Israel. Israel no es una discusión política, es una discusión de si queremos humanidad o no.
Los jíbaros de la identidad
Los siguientes ídolos falsos son jíbaros de la identidad. Los reducidores de cerebros, más que de cabezas. Los reduccionistas que alientan la violencia sobre la base de reducir toda la identidad de una persona a un solo rasgo. Una persona es una bodega de contradicciones. Se puede ser hincha de River, el Millonario, y de San Martín, el ciruja. Se puede profesar una fe distinta que el catolicismo y ser egresado de una universidad católica porque sólo ahí dictaban tu carrera profesional. Se puede tener más de una nacionalidad. Y venir de un hogar compuesto por padres con diferentes ideologías. Y los jíbaros de la identidad, sin embargo, te dirán “judío”.
En este fenómeno violentísimo, sin embargo, surge una cuestión notable: los que reniegan de que los creyentes se consideren el pueblo elegido de Yaveh son quienes han convertido al pueblo judío en un pueblo verdaderamente elegido. El terrorismo ha elegido al pueblo de Israel para dañar a la humanidad. La cuestión a elucidar es si la humanidad tomará conciencia de ello, o no.
A esto lo sabemos, como nadie, los argentinos. Los dos peores atentados terroristas de nuestra historia fueron perpetrados contra este país mediante el la voladura de la Embajada de Israel, en 1992, y mediante la voladura de la AMIA en 1994. No murieron judíos en esos ataques: murieron argentinos. Murieron compatriotas.
El Infierno que retrata Dante en la Divina Comedia tiene 9 círculos. Un décimo anillo debería ser agregado para los imbéciles peligrosos que no alcanzan a entender esta cuestión.
Lo imperdonable
Lo que más he lamentado por estas horas ha sido el retorno de los falsos ídolos de la reconciliación.
Yo pensé que, como ser humano, no tendría que enfrentarme a esa categoría abominable que es lo imperdonable. Una de mis hijas me preguntó una vez qué libro rescataría de mi biblioteca si debiera abandonarla. Elegí El siglo y el perdón, de Derridá. Leerlo me enfrentó a una situación que para mi formación judeocristiana es inadmisible: el perdón es imposible. Porque lo único que en verdad reclama perdón es lo imperdonable. El perdón no es puesto a prueba por lo que la cristiandad llama “pecados veniales”, que se purgan con dos padrenuestros y tres avemarías. Lo que pone a prueba el perdón es aquello que no puede ser perdonado. Mantuve siempre ese dilema en torno de la lógica. Con una advertencia señera de Vladimir Jankélévich a propósito del horror del Holocausto. “¿Merecen perdón los que ni siquiera han pedido perdón?”.
Creí que yo no tendría que enfrentarme a semejante situación. Y sin embargo, estoy aquí, ante lo imperdonable. Pero no ante la lógica, sino ante la realidad de lo imperdonable. No hay perdón. No puede haberlo. No debe haberlo. Porque lo imperdonable, queda visto, sí puede existir. Pero de ninguna manera puede triunfar.
En “Fragmentos de un Evangelio Apócrifo”, Borges escribió:
• “No hablo yo de venganzas ni perdones. El olvido es la única venganza. Y el único perdón”.
Este 7 de octubre el terrorismo nos recordó a todos una lección atroz, pero inolvidable: Si el terrorismo dejara las armas, mañana habría paz en el mundo. Si Israel dejara las armas mañana habría un mundo sin Estado de Israel.
El primer gran legislador
A través de Borges llegué a un autor varias veces citado por él: Guershom Sholem. En una página estremecedora de su libro La Cábala y sus símbolos, Scholem resume la posición de uno de los grandes santos del jasidismo, Rabi Mendel Torum de Rybanow, sobre la revelación divina concedida a Israel por intermedio de Moisés. Retomando ideas ya expuestas por Maimónides, Rabi Mendel sostuvo que Moisés no había recibido diez mandamientos, sino dos. Los dos primeros: “Yo soy tu Señor y tu Dios” y “No tendrás otro Dios que Yo”.
Rabi Mendel agregaba que, en realidad, ni siquiera los dos primeros mandamientos habían sido oídos por Moisés en su totalidad. Todo lo que el conductor de los judíos liberados de Egipto pudo sentir fue el comienzo del primero, el Aleph, con el que empieza la palabra hebrea “Anoji”, que significa “Yo”. El Aleph es una consonante, muda como la hache: algo así como el “espíritu suave” en griego, agrega Scholem. Lo que recibió Moisés fue el soplo espiritual de la experiencia mística.
Sin embargo, cuando descendió, encontró que el pueblo que se encontraba en el desierto, bajo el Monte Sinaí, estaba adorando el Becerro de Oro por no saber qué destino lo esperaba ni adónde iba. Entonces Moisés asumió que ese pueblo no habría podido entender la potencia de esta voz “infinitamente llena de sentido, pero carente de significación específica”. Moisés sí la interpretó, la transformó en una voz destinada a la comunidad, y dio a su pueblo los otros 8 mandamientos.
Si hubo mensaje divino o no es un asunto de fe. Lo que queda claro en esas páginas es que Moisés lo humanizó a través de una serie de prohibiciones destinadas a contener el desborde de un pueblo.
La humanidad fundada a partir de esos ocho mandamientos consistió en aprender a frenarse a sí misma.
La humanidad, desde entonces, es entre otras cosas: No mentir. No robar. No matar.
Pensemos en esa imagen: la de Moisés no como un hombre de Dios sino como el primer gran legislador. Como el hombre que le quitó los falsos ídolos a su pueblo y le dio una ley anclada en valores éticos. Donde la ética, fundamentalmente, es el otro.
Ojalá que pronto, sobre todos nosotros, descienda Moisés.
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